Este es un artículo escrito por Renée Fregosi (Maître de Conférences, Institut des Hautes Études de l’Amérique Latine, Université Paris 3 Sorbonne-Nouvelle) en 2007 para la Revista Interdisciplinaria del Departamento de Gestión y Políticas Públicas de la Facultad de Administración y Economía de la Universidad de Santiago de Chile.

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RESUMEN
En los años recientes se ha producido en América Latina el llamado “vuelco a la izquierda” de sus gobiernos democráticamente electos. La autora distingue el periodo de las revoluciones nacionales (entre los años 20 y 60), los tres decenios de las dictaduras militares (entre los años 60 y 80), el periodo de las “transiciones a la democracia” (fines de los 70 a los 90) y finalmente el periodo post-transición. Esta última etapa ha dado lugar a dos tiempos: el de la aplicación del “Consenso de Washington” y el del cuestionamiento de éste bajo diferentes modalidades que son objeto de un detallado análisis.

La Izquierda latinoamericana 

En América latina, la teoría del efecto dominó hace parte del imaginario geopolítico de los años 60, pero igualmente encuentra un fundamento en el sentimiento ampliamente compartido por los latinoamericanos de pertenecer a una misma historia y a un mismo destino común, sobre el cual opera la utopía bolivariana. En efecto, a lo largo de toda la historia de estos Estados independientes se hacen evidentes ciertas formas de sincronización vertical de coyunturas en la medida en que estos países conocieron evoluciones similares en un corto periodo. Pero no se puede denominar estas evoluciones como fenómenos de “contagio”, como no se puede hablar de “interdependencia”: es preferible utilizar la noción de “convergencia” para hacer referencia a la coincidencia de estos procesos.

Así, podemos dividir el siglo XX en grandes épocas (que se solapan entre ellas en la medida donde no hay una superposición perfecta entre las diferentes situaciones nacionales): el periodo de las revoluciones nacionales que existió, según el país, desde fines de la década de los 20 hasta fines de los años 60; los tres decenios terribles de las dictaduras militares entre los años 60 y 80; el periodo exaltante de las “transiciones a la democracia” de fines de la década de los 70 a los 90; y finalmente el periodo post-transición, donde nos interrogamos sobre la “consolidación democrática”, la “buena gobernanza” y los efectos de la mundialización. Esta última etapa, caracterizada por la instauración o el retorno de la democracia representativa, se puede dividir esquemáticamente en dos tiempos: el de la aplicación del “Consenso de Washington”, y el del cuestionamiento de éste bajo diferentes modalidades.

Es en este contexto que viene a inscribirse aquello que, a partir de principios de los años 2000, comenzamos a llamar “el viraje a la izquierda de América latina”. Con la ayuda de los medios de comunicación, ésta expresión adquiere rápidamente cierta evidencia. Sin embargo, hasta hace poco tiempo el pensamiento dominante afirmaba que si bien la diferenciación derecha/izquierda existía en alguna parte, éste era inoperante en América latina. Entonces ¿por qué éste cambio de tendencia? Lo cierto es que una cascada de victorias electorales de candidatos opositores a la estricta observancia de políticas de ajuste estructurales se produjo a inicios de los años 2000, sumado al hecho de que los mandatos presidenciales han sido frecuentemente de cuatro años, lo que implica que los procesos electorales en los países de la región acontecen en épocas muy similares. Sin embargo, para analizar este efecto de ola como revelador de un desplazamiento hacia la izquierda, habría que poder definir antes que nada qué es la izquierda latinoamericana, dado que la categorización no es obvia.

En efecto, en la historia de América latina, la izquierda política de tipo europea clásica del siglo XX (radical, socialista y comunista, así como trotskistas y maoístas) no dominó en el cuestionamiento del sistema capitalista del continente. Se observa igualmente, por una parte, que un importante número de líderes utiliza en la actualidad, como en el pasado, la retórica del pueblo contra las elites, lo que atrae a aquellos sectores de la izquierda política que se autodefinen como revolucionarios, o que pertenecen al mundo de la izquierda. Por otra parte, el populismo, caracterizado por un líder carismático, que polariza la opinión nacional pretendiendo cambiar radicalmente las cosas a través de la refundación de la nación, constituye sin duda el componente de base de la política de los países latinoamericanos después de sus independencias. Para decirlo de otra forma: en América latina, la izquierda se encuentra en varios sectores políticos o se mezcla con ellos.

Además, es necesario señalar, por una parte, que la división derecha/izquierda en América latina es perceptible en el transcurso de las diferentes épocas a través de diversas expresiones, algunas veces similares a formas europeas de esta diferenciación, incluso idénticas a veces, pero frecuentemente diferentes y/o no concomitantes en las dos regiones del mundo. Por otra parte, en todo tiempo y en todo lugar el populismo coquetea con la izquierda debido a que la noción de pueblo es polisémica y a que la cuestión nacional atraviesa también a la izquierda. Finalmente, existe un hecho que no caracteriza solamente al populismo (a menos que se considere a toda justa política como populista): la competencia política tiende a la polarización de las opiniones, a lo que se agrega la mediatización creciente de la política que favorece la simplificación de los discursos.

Por último, recordemos que los tres elementos constitutivos de la izquierda desde su primera expresión política completa, constituida por la Revolución francesa, son el liberalismo, el voluntarismo y el nacionalismo, combinados de múltiples formas posibles. Muchos tipos de izquierda pueden coexistir al mismo tiempo, y se suceden en la historia, y cada una sintetiza a su manera los tres elementos de base: algunas veces privilegian el voluntarismo y/o el nacionalismo (con un giro hacia el autoritarismo), o intentan encontrar un equilibrio entre ellos. Así, la izquierda política latinoamericana presenta en la actualidad una imagen más compleja que la de la izquierda europea, ya que está compuesta de un conjunto de elementos naturales muy diversos. A las familias radical, socialista y comunista, relativamente reducidas y desigualmente repartidas según el país, y más marginalmente aún a las organizaciones anarquistas y trotskistas, se agrega todo un conjunto de partidos “nacionales” (incluso provinciales o regionales: ejemplo de ello son Argentina o Brasil) específicos, característicos de cada historia nacional.

Durante los años 70, la izquierda bajo su forma democrática solo pudo actuar en Venezuela, Costa Rica y Panamá, mientras en Cuba siguió en su versión autoritaria marxista-leninista. La izquierda reemerge en la escena a partir de 1979, con la caída de Somoza en Nicaragua y la instalación del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en el poder en Managua. El movimiento es seguido en el sur del continente en 1983 con la victoria de Raúl Alfonsín en Argentina, líder de la izquierda del viejo partido radical Unión Cívica Radical (UCR). Sin embargo, la región sigue atravesando por una época de dictaduras, y los intentos de impulsar el crecimiento económico de Alfonsín fracasan dramáticamente, lo que compromete por mucho tiempo la articulación de una verdadera alternativa por parte de la izquierda. Es a partir de la salida de Pinochet y la victoria de la Concertación de Partidos por la Democracia en Chile que la izquierda política accede al poder.

De norte a sur dentro de la región la izquierda política en toda su complejidad, e incluso sus ambigüedades, se identificó con el fin de las dictaduras. Las experiencias de retorno a la democracia en los años 80-90 implicaron que los partidos de izquierda latinoamericana consideraran la democracia política como la condición sine qua non de toda política progresista. A pesar de que aún persisten nostalgias revolucionarias en algunas partes o sectores de la región, el aggiornamento social-demócrata ha dominado ampliamente, y hasta los antiguos movimientos de lucha armada se han convertido al combate político pacifico y a la economía de mercado, lo que se puede observar desde el FSLN nicaragüense, el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) salvadoreño, hasta pequeños grupos que pertenecen a la guerrilla colombiana.

Una nueva diferenciación en el seno de la izquierda latinoamericana se vislumbra a través de la distinción entre una izquierda que se disuelve o se disloca al probar el poder, y una izquierda que resiste y se adapta. Según este punto de vista, el Frente Sandinista se encontraría en el mismo lado de la UCR argentina. De otro lado, los socialistas chilenos, PS y PPD, representan un nuevo paradigma en la izquierda: la izquierda que gana las elecciones y que ejerce el poder sosteniblemente. Este elemento es tan importante como las otras dos diferenciaciones, revolucionario/reformista y nacionalista/socialista, para analizar la situación actual de la izquierda latinoamericana.

De manera global, la secuencia 1979-1998, que contó con un sinnúmero de presidentes que pertenecen a la izquierda política a lo largo de toda la región, presenta un balance percibido de manera más bien negativa. Poco a poco crece la necesidad de encontrar una vía intermedia que preserve la democracia política, pero que permita los avances sociales indispensables. Respecto a esto, el debate que se desarrolla a mediados de los años 90 al interior de la Internacional Socialista (IS) sobre “otro camino para América latina” es un hecho sintomático . Pero la incapacidad de la izquierda democrática de proponer un proyecto coherente de transformación social dentro del marco de la economía de mercado mundializada, dejó la vía libre a dos contendores tradicionales de la social-democracia: los leninistas y los nacionalistas, que podrían representar una fuerza temible, como ya lo demostraron en el pasado.

Es dentro de éste movimiento de pérdida de la hege-monía del socialismo democrático conquistada al término de las dictaduras, que se inscribe la difusión de un viraje a la izquierda: después del fracaso de los reformistas, llegaría el momento del “verdadero cambio”, de una nueva forma de “revolución”. Ahora bien, frente a las lecturas maniqueas, la complejidad de la realidad política dentro de su dimensión histórica, conceptual y social carece de expresiones políticas adecuadas.

En el transcurso de la historia los tres componentes de base (liberalismo, voluntarismo y nacionalismo) se conjugan de formas múltiples, cruzadas y fluctuantes, pero lo que está en juego es encontrar los términos de una nueva alianza entre el liberalismo político y la cuestión social. El famoso viraje de América latina a la izquierda se conforma como un fenómeno compuesto y dinámico donde intervienen e interactúan al mismo tiempo un cuestionamiento de las fuerzas progresistas democráticas, una reformulación de los proyectos nacionales-revolucionarios y una nueva versión de la alianza inestable entre comunistas y nacionalistas, basada en las instrumentalizaciones cruzadas a través del concepto clave de imperialismo.

Refundar la Nación

Al observar de cerca los discursos de Hugo Chávez así como los de Evo Morales y Rafael Correa, o incluso las exhortaciones de Fernando Lugo Méndez en Paraguay, por ejemplo, corresponden más a la idea de refundación nacional que a la lucha de clases. Efectivamente, la revolución social es concebida como la rebelión del pueblo contra la oligarquía, la revancha de los de abajo contra los de arriba. La lucha contra el establishment y el “oficialismo” constituye el objetivo central del proyecto político. Pero el anticapitalismo preconizado por estos discursos tiene un tono más cristiano  (que valoriza a los pobres y estigmatiza a los ricos) que marxista (que propone la propiedad colectiva de los medios de producción), aún en medio de la renacionalización de los hidrocarburos o de las telecomunicaciones como pieza maestra de los programas de los líderes en las campañas electorales y en las políticas de los nuevos gobiernos. Sea como sea, admitamos que la noción de dominación pesa más que la de explotación.

En cuanto al recurrente tema del anti-imperialismo, que a veces está focalizado exclusivamente hacia la dominación yankee, y otras extendido al conjunto de países del norte que a través de la mundialización intentan imponer a las naciones del sur sus “modelos importados”, funciona también como un movilizador de energías más identitarias que socialistas. El liberalismo es más bien presentado como un sistema que intenta controlar a las masas latinoamericanas (y africanas) que como la modalidad actual de un imperialismo definido como “el estadio supremo del capitalismo”. Y la insistencia en convocar asambleas constituyentes, para institucionalizar la ruptura que las victorias electorales deberían instaurar, refuerza el tono refundador de las diferentes revoluciones nacionales emprendidas en Venezuela, Bolivia y en Ecuador.

Los tres presidentes, el venezolano, el boliviano y el ecuatoriano, como los candidatos Ollanta Humala y Fernando Lugo Méndez entre otros, pero también el presidente argentino Néstor Kirchner, han afirmado explícitamente su voluntad de refundar sus respectivas naciones. Todos juegan con o apelan a una cierta nostalgia de la matriz estado-céntrica nacional, cuestionada golpe tras golpe entre los años 70-80 y de forma sistemática en los años 90 según los preceptos del “Consenso de Washington”. Las protecciones estatales establecidas según los países entre los años 30 y 60, quebraron bajo los gobiernos inicialmente progresistas (Carlos Andrés Pérez en Venezuela, Alan García en Perú, Jaime Paz Zamora en Bolivia, Rodrigo Borja en Ecuador y Fernando de la Rúa en Argentina) y/o fueron destruidas por las dictaduras sangrientas y depredadoras (en el conjunto de los países del cono sur en los años 70-80), luego fueron acabadas o considerablemente debilitadas por los presidentes democráticamente elegidos como Carlos Menem en Argentina, Fernando Collor de Mello en Brasil, Abdala Bucaram y Lucio Gutiérrez en Ecuador, Juan Carlos Wasmosy y Luis González Machi en Paraguay.

Originalmente, los Estados redistribuidores reformistas se habían instaurado a través de lo que se conoce como regímenes populistas históricos latinoamericanos, que en efecto predicaron la revolución social y nacional con resultados frecuentemente positivos en materia de integración política y social. Las grandes figuras son: Getulio Vargas y Domingo Perón. Los dos venían de la derecha militar pero, cada uno a su manera, permitió la participación en la vida política nacional a masas hasta ese momento excluidas (en particular las mujeres, ya que el derecho a voto fue acordado en 1934 en Brasil y en 1951 en Argentina); incluso el mismo Vargas abrió la vía a un gobierno democrático progresista bajo la dirección de Joao Goulart, quien fue derrocado por un golpe de Estado respaldado por Estados Unidos en 1964, como se producirá igualmente en Guatemala con el sucesor democrático de Juan José Arévalo, Jacobo Arbenz, legalmente elegido en 1951 y luego expulsado por un golpe de Estado en 1954. Así, el mismo Víctor Paz Estensoro en Bolivia, a la cabeza de la Revolución Nacional de 1952 o Rómulo Betancourt en Venezuela en los años 40-50, y también Omar Torrijos en Panamá en los años 70, combinaron ideologías nacionalistas con la instauración de políticas sociales de ruptura con el conservadurismo autoritario tradicional de América latina.

Muchos de los movimientos políticos fundados por estos líderes, a los cuales por supuesto hay que agregar Haya de la Torre, que tuvo una gran influencia a través de toda América latina y fundo el partido APRA que accedió al poder en el Perú en 1980, y Jorge Batlle, verdadero fundador del sistema democrático uruguayo quien aseguró la hegemonía a su Partido Colorado durante la mitad del siglo XX, tuvieron inevitablemente repercusiones sobre los partidos de la izquierda latinoamericana. Ciertas experiencias provocaron desórdenes dentro de los partidos de izquierda, como en Argentina por ejemplo, donde el PS y la UCR conocieron escisiones pro-peronistas, y donde el peronismo redujo sostenidamente el espacio político de la izquierda y su electorado potencial.

Si los movimientos de independencia de los países latinoamericanos a principios del siglo XIX fueron frecuentemente conducidos por las elites criollas liberales, las republicas que se instalaron van a conservar hasta el siglo siguiente un carácter oligárquico muy excluyente. A partir de los años 1920, los lideres populistas van entonces a movilizar a las masas excluidas, entiéndase la clase obrera europea emigrante en los países del cono sur, a los Indios del altiplano andino, pasando por todas las poblaciones mestizas, las “cabecitas negras” del interior de Argentina o afro-amerindios de las costas del Pacifico y del Caribe. Se trata entonces del refuerzo del poder estatal, por medios más o menos autoritarios, de intentar integrar a la nación al conjunto de las poblaciones marginadas tanto desde el punto de vista económico y social, como desde el de la ciudadanía. Pero después de progresos desiguales, casi todos estos estados populistas se hundieron o como mínimo tuvieron corta duración, atacados brutalmente por los golpes de Estado militares, y minados por su propio autoritarismo, o se deslizaron en las derivas corruptas y excluyentes de su entorno.

Las esperanzas decepcionadas de las décadas 80-90

Muchas de las herencias de las revoluciones nacionales, progresistas en el pasado, fueron llamadas, por algunos, “nuevas oligarquías vendidas a los intereses extranjeros” en el curso de los años 80-90. Todos los países latinoamericanos presentan a la vez una fuerte expansión demográfica y un crecimiento espectacular de las desigualdades. A los ojos de las nuevas masas pobres descuidadas y despreciadas en sus países respectivos, los antiguos partidos nacionales-populares aparecen como instituciones tradicionales e instrumentos en manos de los poderosos.

Quizás el caso más notorio es la caída, en 1993, de Carlos Andrés Pérez en Venezuela quien, después de haber encarnado la renovación de la izquierda dentro del partido de Rómulo Betancourt en los años 70, reprime las protestas contra el hambre (el Caracazo en 1989) y sufre la vergüenza del impeachment por corrupción. La descomposición combinada de los dos partidos AD y COPEI que monopolizaron el poder en el país desde el retorno de la democracia en 1958, abrirá el camino a Hugo Chávez, quien lidera un vasto movimiento de protesta expresado primero a través de un intento de golpe de Estado en 1992 y luego en las urnas a partir de 1998.

En Perú, el mandato de Alan García, líder carismático el APRA entre 1985 y 1990, culmina con la proliferación de la guerrilla maoísta Sendero Luminoso y la elección del outsider autoritario Alberto Fujimori. El retorno de Alan García a la presidencia en 2006 se produjo con el apoyo de la derecha peruana contra el nacionalista Ollanta Humala, militar en retiro anticipado, quien logró ser el candidato con más votos en la primera vuelta de las elecciones.

En Ecuador, la presidencia de Rodrigo Borja entre 1988 y 1992, sin ser catastrófica, esbozó una lenta desestabilización política del país que ve al Partido de la izquierda Democrática perder regularmente su territorio.

En Bolivia, Jaime Paz Zamora, fundador del MIR en 1971, accedió a la presidencia en 1989 y se mantuvo hasta 1993 con el apoyo del ex dictador Hugo Banzer (a quien Paz Zamora apoyó a su vez en 1997). Esta alianza acabó por desprestigiar a la izquierda democrática en el país, que vivió una inestabilidad gubernamental prolongada hasta la victoria de Evo Morales en el año 2005.

En Argentina, el presidente radical Raúl Alfonsín, que  dirigió la salida de la dictadura, elaboró el informe “Nunca Más” e hizo condenar a las juntas criminales del régimen militar, vivió las rebeliones militares y las protestas contra el hambre y por eso tuvo que abandonar prematuramente sus funciones. Luego, después de la lenta recomposición de una alternativa progresista, el gobierno de centro izquierda elegido en 1999 se degradó rápidamente al punto de verse obligado a renunciar bajo la presión de la calle en diciembre de 2001, dejando al país desorientado en las manos de diferentes fracciones peronistas. Es sobre esta base descompuesta, una UCR reducida a algunos bastiones provinciales y un FREPASO destruido, que Néstor Kirchner se impondrá como una nueva figura salvadora de la nación después de haber ganado las elecciones en 2003.

Los partidos liberales de Colombia y de Costa Rica, por su parte, ya sea en el poder o en la oposición, ven su posición cuestionada dentro de la izquierda: en Costa Rica en febrero de 2006, Oscar Arias gana las elecciones contra el Partido de Acción Cívica (PAC) creado por Otton Solís, un disidente de su propio partido, el PLN. En las elecciones de mayo 2006, el Partido Liberal colombiano fue superado por el Polo Democrático Alternativo (el PDA) de Antonio Navarro Wolf (salido del M19, pequeño movimiento de la guerrilla que regresó a la política civil e integró la IS en 1992) y Carlos Gaviria de la Unión Patriótica (resultado de una facción de las FARC que retorno a la vida civil y del PC colombiano).

Para concluir el cuadro, Daniel Ortega del Frente Sandinista de Liberación de Nicaragua (que renunció a su carácter revolucionario), retornó al poder en enero de 2007, después de 16 años de oposición, en un país exsangüe, gracias al apoyo de la Iglesia (concediéndole la supresión del aborto) y de ex-paramilitares de la Contra!

En México, el PRI, oficialmente reconvertido a las virtudes democráticas, se ve fuertemente debilitado y el PRD, su contendor de izquierda, es sacudido y dividido, mientras que su líder, Andrés Manuel López Obrador, persiste después de una derrota electoral cuestionada en una línea arriesgada que desespera a los que habían visto en él una alternativa a la derecha.

¿Una o dos izquierdas?

Al fin de cuentas, solo resisten dignamente en la izquierda democrática el hijo de Omar Torrijos en Panamá, electo por el PRD en mayo del 2004, el PT con la reelección de Lula en octubre del 2006, el Frente Amplio de Tabaré Vásquez electo en octubre del 2004 y la Concertación chilena que, con la victoria de la candidata socialista Michelle Bachelet comienza el décimo séptimo año en el poder en 2006. Paralelamente, la llegada de Chávez al poder por la vía electoral en 1998 va a inaugurar un nuevo tipo de gobiernos contestatarios al orden establecido. Evo Morales en Bolivia en el 2005 y Rafael Correa en el Ecuador integran este nuevo club (sin embargo, es necesario anotar las reticencias de parte de éstos a seguir en todo al venezolano, que se presenta como su hermano mayor).

El último reducto del socialismo democrático en el poder se encuentra entonces confrontado a las críticas en cuanto a su supuesta traición a la izquierda y su sumisión al liberalismo mundial. Pero el joven Martín Torrijos es el heredero del carácter anti-yankee de su padre (quien negoció la retrocesión del Canal), Lula el antiguo sindicalista pobre del Nordeste, Tabaré Vásquez el líder de una izquierda pluralista que nunca estuvo en el poder desde el origen de la república, Michelle Bachelet, una mujer, militante socialista. Todos se revindican como parte de la izquierda y evitan videnciar la división que se ahonda ente ellos y los lideres de la “otra izquierda”, que se proclama enfáticamente como “radical”. Pero todos juntos son partidarios de la construcción de una nueva imagen de la izquierda en América latina.

El trío Chávez-Morales-Correa sin duda no es suficiente para constituir un viraje a la izquierda, o una ola avasalladora. Lo que produce este efecto -¿óptico?- es finalmente un movimiento compuesto de la renovación del personal político latinoamericano en su conjunto. Paradójicamente, la llegada al poder de lideres de la derecha contribuye a este sentimiento de cambio: la alternancia en México en el 2000 es incuestionable, aunque se haga a través del PAN; la estabilización del ejecutivo colombiano por Uribe, aunque autoritario, rompe con el bipartidismo tradicional; y el presidente paraguayo Duarte Frutos aparece comenzando su mandato como una figura de la renovación del Partido Colorado.

Por otra parte, también es necesario señalar que los nuevos populismos de los años 90 y 2000 son “democratomorfos”, según la expresión de Pierre André Taguieff. Cualquiera que haya sido su camino político propio, los lideres nacionalistas-populares de la nueva generación en América Latina, como sus homólogos europeos de los años 80-90 (en el Este como en el Oeste) integran la democracia electoral en su estrategia política, aunque algunos, por otra parte, reivindican una democracia más verdadera, más cercana a la gente, o más “participativa”. Ciertamente, la inscripción de esa izquierda radical en un contexto democrático no significa la aceptación de las reglas de la democracia representativa sobre la cual ha sido fundado el nuevo consenso de las transiciones a la democracia. Sin embargo, esa izquierda participa a su manera en el movimiento general de carácter afirmativo del valor democrático.

Si bien se sienten las tensiones cada vez más vivas entre los progresistas moderados y los promotores de una ruptura radical, se continúa considerando a “la” izquierda en su conjunto, de Michelle Bachelet hasta Hugo Chávez, pasando por Lula, entre otros. Ya que la demanda de cambio y de progreso social y bienestar está cada vez más presente, la democracia no está directamente puesta en duda en el seno de las poblaciones latinoamericanas, aunque las encuestas del Latinobarómetro muestran un debilitamiento neto de la confianza en la forma democrática de gobernar a fines de la década de los 90. Como bien lo ejemplifica esta contradicción aparente de dos slogan lanzados simultáneamente en la crisis del 2001 en Argentina: “¡Que se vayan todos!” y “¡Elecciones ya!”, los latinoamericanos en su gran mayoría no están dispuestos a abandonar su derecho a designar por el voto libre a sus dirigentes. Así, las movilizaciones espontáneas de gran amplitud que vimos en Paraguay en los años 1996 y 1999 para hacer retroceder los golpistas de Lino Oviedo son las manifestaciones innegables del compromiso con la democracia electoral. Sin embargo, el sentimiento de desconfianza respecto del personal político existente y la exasperación creciente debida a una pauperización evidente de las capas populares y de las clases medias, abren las puertas a los discursos demagógicos que exaltan a las bases contra la dirigencia y que contienen un carácter manifiestamente autoritario.

Llegados al poder por las urnas, los líderes que pretenden refundar la nación contra las elites que han excluido al pueblo de la comunidad nacional ponen en práctica políticas voluntaristas, incluso autoritarias: nacionalizaciones, programas sociales asistenciales, nuevas Constituciones, manifestaciones simbólicas, movilizaciones, ataques contra la prensa, diplomacia provocadora. Aunque las elecciones sean mantenidas, incluso multiplicadas, por otra parte toman una forma plebiscitaria, mientras los derechos de las minorías son cada vez menos respetados en nombre de la mayoría del pueblo. A pesar de las baladronadas, los sistemas de corrupción, lejos de ser combatidos, prosperan, y los fundamentos del capitalismo financiero internacional no son cuestionados. A las mentiras de la “gobernanza democrática” se sustituyen aquellas de la “democracia popular” remasterizada en democracia participativa iluminada por el gran líder.

Por lo demás, las características esenciales de estas nuevas revoluciones nacionales quizás residen en la fuerte tonalidad internacionalista de naturaleza claramente tercermundista. Y es paradójicamente sobre este punto que el clivage entre las dos izquierdas se dibuja realmente. Es en la esfera nacional, incluso si los estilos son diferentes, que se lucha eficazmente contra la pobreza, en el Chile de Lagos y Bachelet, en el Brasil de Lula, en el Uruguay de Vásquez, así como en la Argentina de Duhalde y Kirchner y en la Venezuela de Chávez, a través de los programas sociales orientados y financiados por el Estado. Por el contrario, ni de parte de la social-democracia ni de los radicales nacionalistas, se perfilan verdaderas transformaciones estructurales, frente a profundas desigualdades en cuanto a los salarios y a las posibilidades de movilidad social. Por otra parte, si todos están conscientes de la necesidad imperiosa de poner en marcha una integración regional audaz, cuestiones nacionales y de poder obstaculizan estos procesos.

La pérdida de velocidad de la socialdemocracia al nivel conceptual, se duplica entonces con la pérdida de su dominación en la escena internacional. Mientras en los años 90 la Internacional Socialista era la única organización internacional de izquierda susceptible de federar las fuerzas progresistas más allá de las divergencias y constituía el único polo de referencia de la izquierda (para acercarse o alejarse), los años 2000 vuelven a poner al día las solidaridades tercermundistas olvidadas en las basuras de la historia y el espectro de la difunta Tricontinental se reanima alrededor de la figura fantasmal de Castro bajo el aliento del líder petrolero venezolano. La perdida de hegemonía socialdemócrata es entonces sin duda el verdadero problema del viraje a la izquierda de América latina.

El desafío de la Internacional Socialista

Representada de manera muy minoritaria en América latina durante la primera mitad del siglo XX, la IS se vuelca hacia esta región en el contexto de la guerra fría. Mientras la diferenciación entre anti y pro-cubano divide a la izquierda latinoamericana, situándose sobre la línea de la Alianza para el Progreso, lanzada por Kennedy en 1961, la IS va a reclutar entre los partidos anticomunistas pero progresistas de la región. Así, poco a poco van a adherir al movimiento socialista por una parte los partidos liberales y radicales como el PLN de Costa Rica (1966), el Partido Radical chileno (1967), incorporándose mas tarde el Partido Liberal colombiano (1992) y la UCR argentina (1996). Por otra parte, los partidos-movimientos nacionalpopulares como el APRA (1966), la Acción Democrática de Venezuela (1966) y el PRF paraguayo (1966), serán incorporados y seguidos, a su vez, durante los decenios siguientes por la Izquierda Democrática del Ecuador (1980), el People´s National Party jamaicano, el New Jewel Movement de Granada (1980) el PRD dominicano (1976), el MIR boliviano (1984), el PRD de Panamá (1984), el PDT de Brizola en Brasil (1985), el PRI y el PRD de México (1992) y el PAMPRA y el KONACOM de Haití (1992).

A principios de los años 70, mientras la cuestión colonial en Europa y el respaldo al régimen cubano los había alejado de la IS, los partidos socialistas uruguayo y chileno van a unirse a la organización internacional. Bajo el impulso de los partidos francés, sueco y holandés, que harán presión sobre el SPD Alemán en particular, se organizó una reunión del bureau de la IS en Santiago de Chile en febrero de 1973 dando una clara señal de apoyo a la Unidad Popular y a Salvador Allende. Este nuevo posicionamiento será confirmado en particular por el respaldo a los movimientos de resistencia armada en Nicaragua y El Salvador, lo que provocara nuevas tensiones en el seno del comité latinoamericano de la IS, creado en el congreso de Vancouver de 1978. Finalmente, las experiencias de retorno a la democracia en los años 80-90 van a conducir al conjunto de los partidos de la izquierda latinoamericana a operar un movimiento similar al de los partidos europeos, quienes acercan sus posiciones considerablemente en los años 80.

La IS llegó a los años 2000 con toda una constelación de partidos diferentes a los cuales se unieron los partidos anteriormente comprometidos en la lucha armada, como el Frente Sandinista de Liberación Nacional de Nicaragua (1992), el MNR salvadoreño (1978) y el M19 colombiano (1996) así como una escisión del antiguo partido comunista de Venezuela: el MAS. Igualmente, encontraremos nuevos partidos o alianzas de izquierda: el PPD chileno (1992), el Nuevo Espacio uruguayo (1999) y el Partido País Solidario Paraguayo (2003) y los nuevos movimientos socialistas frecuentemente efímeros: el Partido Social-Demócrata Salvadoreño (1996), que después desapareció, o la convergencia Social-Demócrata guatemalteca (2003). Por otra parte, el PT brasileño, ni adentro ni afuera, adquiere el status inédito y exclusivo de “invitado permanente”, y numerosos otros partidos no miembros como el PSDB de Cardoso, el FMLN salvadoreño o la corriente socialista de Cuba participan como invitados en las reuniones estatutarias.

Con la fuerza de sus 36 partidos miembros, la IS manifiesta sin embargo signos inquietantes de debilidad, tanto  en su seno como en su periferia exterior. En primer lugar hay que señalar que muchos de los partidos desacreditados, incluso denigrados por las masas pobres de sus países, son miembros de la organización y que existen fuertes tensiones entre muchos de los partidos hermanos, incluso hasta de oposiciones electorales frontales como en Colombia y Costa Rica. En el momento del debate sobre la tercera vía, divergencias profundas aparecieron. Por otro lado, un carácter “onusiano” de foro no vinculante para sus miembros hace de la IS un lugar de encuentro más que un instrumento de coordinación de políticas. Es cada vez más considerada como una estructura superflua por los grandes partidos europeos, a quienes ya les cuesta administrar al Partido Socialista Europeo. Además, en América latina a principios de los años 2000, dos elementos alimentan las fuerzas centrífugas en la izquierda moderada latinoamericana: el resurgimiento de un sentimiento irredentista latino difuso respecto al “norte” y la renovación de la actividad de la Coordinadora Socialista Latinoamericana (CSL).

Aunque su acción sea muy limitada, la CSL es sintomática de la crisis de la Internacional Socialista y responde a su cuestionamiento de los años 90 a través de una organización alternativa, el Foro de Sao Paulo. Lanzado por el PT, cuya composición incluye elementos de extrema izquierda, el Foro reúne a partidos socialistas y elementos comunistas, entre los cuales figura por supuesto en las primeras filas, el Partido Comunista Cubano. Reuniendo a las “fuerzas emancipadoras del continente, el Foro se apoya sobre los pueblos y sus raíces históricas” e insiste sobre la urgencia de resistir a la ofensiva imperial de las grandes potencias capitalistas del Norte”. El espíritu de esta organización es explicitado por Michael Lowy: “este proyecto toma en cuenta la complicidad de las oligarquías y las asociaciones locales del capital multinacional. Esta ofensiva liberal se manifiesta también en el plano cultural en la degradación de los valores solidarios arraigados en los pueblos del continente, y por la imposición de un modelo individualista y competitivo que enfrenta a unos y otros en una lucha por la sobrevivencia”.

El Foro se va a reunir a lo largo de los años 90, incluso en la Habana en 1993 y en el 2001. Su último encuentro (décimo tercero) tuvo lugar en San Salvador en febrero de 2007. Es a partir de esta resensibilización nacional-tercermundista que Hugo Chávez va a relanzar sobre nuevas bases el proyecto de la Tricontinental creado en 1966 en la Habana por Fidel Castro y el Che Guevara. Dado que la actividad diplomática de Hugo Chávez está lejos de limitarse a América latina, la región tendría que ser pronto la figura de proa de un vasto movimiento “anti-liberal”, moviendo los resortes de la OPEP tanto como de los residuos del comunismo en declive y de la potencia humillada del mundo post-soviético.

Detrás del liberalismo, declarado como el enemigo común de esas fuerzas, se perfila también como enemigo el reformismo social y democrático, emancipador de los individuos, tachado como puro producto del occidente a combatir. El comunismo, el tercermundismo y el nacional-populismo tienen desde siempre en común la definición de capitalismo e imperialismo, de mundialización y dominación del sur por el norte y, por otra parte, consideran la política sobre el modo de la guerra. Esta es la razón por la cual la porosidad ha sido siempre tan grande entre los diferentes grupos surgidos de esas corrientes, siendo el peronismo de izquierda el arquetipo de esta interpenetración. Así como los izquierdistas argentinos consideraban el populismo como el vector de la lucha anti- imperialista, Castro ve en Chávez la tabla de salvación del sistema comunista y, en respuesta, Chávez instrumentaliza la retórica leninista y tercermundista para asentar su régimen y su influencia internacional.

Pero sobre todo, son las masas pobres y las clases medias pauperizadas, muy a menudo desesperadas por los socialdemócratas, quienes son exaltadas por estos “salvadores de los pueblo del sur”. Actualmente, de Argentina a Rusia pasando por África y Asia, y por supuesto Europa donde los frenos del welfare state ceden uno tras otro, para enfrentar el renacimiento polimorfo de aspiraciones revolucionarias, la gran aventura del reformismo humanista debe reanudar su curso. La izquierda democrática en el ámbito internacional debe atreverse a teorizar sobre el reformismo que hoy en día no podrá organizarse sino en un plano supranacional. Este es en realidad el reto principal que se lanza a la socialdemocracia a través del viraje a la izquierda de América Latina.